LOS FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO. 10.-CASTIDAD
CASTIDAD TESTIGOS DE LA FIDELIDAD Y TERNURA DE DIOS
Concha BRIZ«El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones, por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5.5).
Este amor no es un aspecto, una cualidad de Dios, sino el ser mismo de Dios: «Dios es amor» (1.ª Jn 4,8). La castidad cristiana es fruto del amor que se nos ha dado, es un «fruto del Espíritu» —Gal 5,22— para vivir la sexualidad como servicio a la vida, para hacer de nuestro cuerpo una entera alabanza, incluso para que a través del él, toda la naturaleza sea lenguaje de alabanza. Es un fruto del Espíritu para que dócil el cuerpo, preparado para la integración y el encuentro con los demás, se haga camino de libertad, de alegría, de misterio. Nos capacita para la atención a los otros, nos alerta para responder a las necesidades de los demás, nos proporciona ojos para penetrar en lo profundo de las personas. La manera más auténtica y bella para salir de nosotros mismos es amar con un corazón abierto al misterio de los otros, un corazón que no queda retenido, que no se auto complace, sino que se alegra con los que ríen y llora con las que están tristes (Rm 12,15), que sabe llevar la carga de los oprimidos (Gl 6,2), sensible y a la vez maduro para no proyectar sus necesidades.
«La castidad aparece como escuela de donación de la persona», dice el nuevo catecismo de la Iglesia Católica, y añade «conduce al que la práctica a ser ante el prójimo un testigo de la fidelidad y ternura de Dios».
Bueno sería caer en la cuenta de que la castidad nos pone a salvo de mezclas que llevan a la muerte —ansiedades, celos, posesividades, envidias, tristeza— y nos llama al amor que mira al otro en su mejor tú creando en él esperanza. La castidad está en relación directa con la calidad de amor. Si el Señor nos ha arrancado el corazón de piedra y nos ha dado un corazón de carne, no es para vivir unas relaciones dualistas, sino para descansar en Dios toda relación humana y ser conscientes de las posibles fisuras que sólo con humildad y reconocimiento, él restaurará.
Poseer el Reino y «otras posesiones», es incompatible porque nuestro Dios es un Dios celoso que no consiente en compartir la gloria que sólo a Él le pertenece: «no hay otro Dios fuera de mí».
El amor que no libera de toda dependencia no es tal amor, ¿se puede llamar amor verdadero el que profesamos a alguien de quien somos esclavos? «El amor os hará libres» pero, ¡cuántos precios pagados por no sé qué aventuras vividas!, ¡cuánto apego camuflado con el nombre de amistad!
Concedemos al otro el poder de «tapar» nuestra soledad y de «elevar» nuestra moral con sus elogios. ¡Con qué facilidad damos a otra persona el control sobre nosotros mismos a cambio de unas migajas que no llegan a ser pan, sino piedras que no alimentan, pero sí perforan nuestro corazón!
No podemos negar que nos envuelve una atmósfera hedonista y que apoyamos los pies en un mundo pansensualista. Faltan profetas que denuncien, falta ascesis; es necesario entrar en el camino de la renuncia y de la purificación, aun cuando nos parezca que esto está superado en nuestra cultura.
Los que por puro don conocemos a Jesucristo… y queremos amarle, no vivimos fuera de esta nube. Pisamos este barro que puede salpicarnos y ¿dónde estaría nuestra luz? «Si un ciego guía a otro ciego los dos caerán al hoyo» (Mt 15,11); o aún más duro: «¡Ay del que escandalizare a uno de estos pequeños más le valdría...!» (Mt 18,6). Que la bondad de Dios nos alcance la visión bienaventurada: «Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8).
Se hace urgente el testimonio de la castidad carismática —fruto del Espíritu— que expulsa todo temor pero no duerme porque sabe que también Satanás se transfigura en ángel de luz.
En todos los tiempos han existido maneras erróneas de entender la amistad, el amor, la entrega, la felicidad y, en este tiempo nuestro, la carrera está siendo vertiginosa. Se enmascara la soledad, las sombras de la vida, con lenguajes que no hace falta inventar las consecuencias. Pero sabemos que cuando la verdad coge nuestra vida el corazón está sometido al Espíritu, nos elevamos por encima de todo por encima de todo «tirón egoísta».
Todas mis fuentes están en Ti, dice el Salmo. Y, sin embargo, corremos a beber en cisternas rotas que no pueden retener el agua. Por eso tantas veces nuestra vida es un desierto y, no precisamente el que Dios ha querido que atravesáramos, sino el que nosotros mismos nos hemos creado.
No cabe duda que el problema afectivo es el que deja más indefensa a la persona. La mayor riqueza que llevamos dentro, la capacidad de amar, se puede convertir en arma peligrosa para los demás y para uno mismo. ¡dichosos nosotros si no materializamos el amor! Segundo Galileo, en su libro «El camino de la espiritualidad», dice: «La castidad cristiana es una de la expresiones más maduras de la caridad evangélica, es un signo de la madurez del amor y sus exigencias difícilmente serán liberadoras y humanizantes fuera del contexto de la caridad fraterna». Sin duda la oración, como ya sostenían nuestros clásicos, es una ayuda muy valiosa para el despliegue afectivo con Dios que nos entrena en la gratuidad del amor que hemos de vivir con los hermanos. Consecuentemente, la falta de madurez en las relaciones humanas, habla de poca madurez en la relación con Dios.
El corazón casto, es un corazón entregado y a la vez pletórico de vida. Lo vemos en María, nadie se ha donado tanto como Ella que se vacía por el SÍ e inmediatamente queda plena, llena del Espíritu Santo que siembra en su seno a Cristo. Ser persona casta es consentir en un vaciamiento que permite a Cristo nacer en nosotros y a través de nosotros —la castidad es fecunda— es vivir en clima de Sí, en aire de aceptación, en resonancias de entrega amorosa a todo lo que engendra vida aun cuando el «hágase» sea agridulce como el de la Anunciación.
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