LOS FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO. 6.- MAGNANIMIDAD
MAGNANIMIDAD, APOSTAR A LO GRANDE POR DIOS
Pilar SALCEDOHay una lucha de la que nadie puede escapar. Lo afirma ya el libro Job: «¿No es milicia lo que hace el hombre en la tierra?» (Jb 7,1). Basta abrir los ojos para descubrir la lucha a muerte entre el bien y el mal. Querámoslo o no, estamos dentro de ella. San Pablo se preocupa del uniforme de campaña: «Ceñida la cintura con la verdad; la Justicia como coraza; calzados los pies, con el celo del Evangelio; embrazando el escudo de la Fe; en la cabeza el yelmo de Salvación y la espada del Espíritu que es la palabra..». (Ef 6,14-17).
Para este combate espiritual, el Espíritu Santo nos regala el don de la Fortaleza. Viene a reforzar la virtud cardinal de la Fortaleza y consiste en preparar nuestras almas para la victoria, «revistiéndonos de la misma fuerza de Dios». No somos nosotros los que luchamos, es Dios que lucha en nosotros. En todo combate hay tiempos de atacar y tiempos de resistir; a veces, horas interminables esperando en el fondo de una trinchera. Para estas dos situaciones del combate espiritual, el Espíritu Santo pone en nosotros dos preciosos frutos del don de Fortaleza que maduran al calor del corazón. Son dulces, fuertes y tienen nombres grandilocuentes: Magnanimidad y longanimidad. La culpa es del latín. Realmente, solo quieren decir: grandeza de ánimo. El ánimo que se necesita para emprender las cosas de Dios y el ánimo largo, toda la correa que necesitamos, para resistir y aguantar cuando el resultado de la lucha tarda.
Hablar de esto parece hoy anacrónico. Y es porque nos engañan, porque sigue en marcha la idea burguesa, optimista y mundana de la vida, que puso en marcha el liberalismo. Ahora le llamamos neocapitalismo, consumismo, secularismo duro... Y aunque la realidad lo desmienta —basta ver la pequeña pantalla— nadie acaba de creer en lo profundo de la iniquidad; en la existencia del mal humano y el mal diabólico; del mal como culpa y castigo; del mal que hacemos y padecemos. Hasta el camino de la perfección es, al parecer, algo que crece de por sí, con una evolución de tipo vegetal que alcanza un día el bien sin necesidad de combatir.
No en vano vivimos en una sociedad que busca lo «bajo en calorías», lo «descafeinado»; la «coca-cola light», el hombre «light». ¡Si hasta proliferan los insumisos sin prestación social! ¿cómo hablar de lucha?.
Pero la idea básica del sentido cristiano de la vida, es lo que Santo Tomás llama «bonum arduum» o sea, el «bien conseguido con esfuerzo». «El reino de los Cielos padece violencia y sólo los que se esfuerzan lo alcanzan». Es palabra de Dios. Y los que amamos a Dios, los que sabemos que «lo que mucho vale, mucho cuesta» acogemos con alegría el riesgo del Amor, lo áspero del camino empinado, el único que lleva a las alturas. Esto es la Magnanimidad: «El compromiso que el espíritu se impone de tender voluntariamente a las cosas grandes».
El magnánimo deja lo accesorio para dedicarse únicamente a lo grande, a la alta gloria de Dios que es lo suyo. Y lo grande será a veces ver cómo la mayor fuerza del bien se revela en la impotencia... ¡Ya todo es grande!
Si tenemos que describir las cualidades del magnánimo, destacamos sinceridad y honradez a toda prueba. Todo, antes que callar la verdad por miedo. Evita, como la peste, la adulación y las actitudes retorcidas. En el corazón, una inquebrantable esperanza, una confianza casi provocativa y una calma perfecta. No se rinde cuando la confusión flota en el ambiente. No se esclaviza ante nadie, y, sobre todo, no se doblega ante el destino: sólo es siervo de Dios.
Estas características de la magnanimidad aparecen minuciosamente explicadas por santo Tomás en la Summa Theologica. Allí vemos cómo esta virtud, apasionada por todo lo grande, es hermana gemela de la humildad. Y es que de la humildad, como virtud, andan por ahí muchas caricaturas. En todo el tratado de la Summa no hay una sola frase que pueda hacer pensar en la humildad como algo relacionado con el autoreproche, la desvalorización del propio ser y los propios méritos o con una conciencia de inferioridad.
En consecuencia, podemos volar sin preocupaciones con estas dos enormes alas de la magnanimidad y la humildad y hasta hacer nuestro, con la fuerza del Señor, el lema de aquella compañía aérea: «Cada vez más alto, cada vez más rápido, cada vez más lejos». No lo entendía así la madre de aquel piloto que le aconsejaba: «Hijo mío, vuela bajo y despacio». A esta sufridora de angustiosas esperas —que pedía, sin querer, un desastre— le hacía falta la «longanimidad». «Es el fruto del Espíritu que nos da ánimo para tender a lo bueno aunque haya que esperar, mucho, para alcanzarlo». Es el empuje que necesitamos para afrontar esas situaciones que van «para rato» y todos entendemos que no se sabe cuando terminarán; en una palabra, que hay cuerda para rato, de ahí lo largo, «longus», de la longanimidad. Todos conocemos enfermedades, problemas, situaciones difíciles que parecen interminables. Cuánto tiempo, cuánta espera, ¡Señor! Se nos pone corazón de salmo. Pero sentimos la fuerza de Dios y hasta el gozo de sacar el trozo de cuerda de cada día. Sólo dando cuerda a nuestra cometa —cuerda larga— la veremos subir, mecerse en el viento, gritar con sus colores, en lo más alto, que se está bien allí, que lo nuestro es el azul, que lo nuestro es Dios.
Comentarios
Publicar un comentario