LOS FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO. 7.- MANSEDUMBRE
MANSEDUMBRE, SOPORTARLO TODO CON PAZ
M.a Victoria TRIVIÑO, O.S.C.Lo que podríamos llamar «Espíritu de dulzura» o mansedumbre, es un regalo de Dios. Está en esa escala que enlaza progresivamente la virtud cardinal de la fortaleza, la virtud de la paciencia, el don de la fortaleza, el fruto de la dulzura y la bienaventuranza de la mansedumbre.
El primer peldaño de esta escala se sube por el esfuerzo de la voluntad. En el segundo confluye la voluntad con la acción de la gracia. A partir del tercero es puro Don de Dios. Sólo si el espíritu del Señor Jesús alienta en nosotros, configura nuestros sentimientos según los de su corazón, como una manera nueva de ser: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mt 11,29).
De la paciencia procede la mansedumbre y bondad. Nadie puede ser amable en la adversidad, si no ha adquirido la paciencia. La mansedumbre procura paz y tranquilidad en todas las cosas. Capacita para soportar malas palabras, mal comportamiento, gestos y actos amenazadores y toda clase de injusticias contra él o contra sus amigos. No pierde la paz porque la mansedumbre consiste en soportar todo pacíficamente. Gracias a la dulzura, la potencia irascible permanece en calma, la concupiscencia se orienta a las cumbres de la virtud, la razón se alegra al reconocerlo y la conciencia que lo saborea permanece en paz. La mansedumbre desecha el segundo de los pecados capitales, la ira, porque el espíritu de Dios reposa en el hombre humilde y dulce, conforme dice Jesucristo: «Bienaventurados los mansos»... (RUUSBROEK, J. Bodas del alma c. XVI. Obras. Madrid 1985, p. 326).
El espíritu de dulzura es algo muy querido para Clara de Asís. Ella le llamó: Dulzura escondida. «Pues alégrate también tú siempre en el Señor no te dejes envolver por ninguna tiniebla ni amargura, fija tu mente en el Espejo de la Eternidad... así gustarás la dulzura escondida que el mismo Dios ha reservada desde el principio para sus amadores» (III Cta, Cl 3). Propone Clara una dialéctica entre la dulzura y la amargura, igual que Francisco de Asís.
La amargura es lo mismo que la tiniebla, la turbación, esa larga serie de situaciones sin redimir que abocan hacia la ira, la murmuración, la violencia, la depresión, la desesperación... «La tiniebla es el ámbito del Príncipe de este mundo»(1 Cta, Cl 2: Col 1,13). Quien se deja envolver por ella pierde el fruto, la vida y su dolor se le queda estéril y, aprecia hasta que punto la dulzura está escondida...
La dulzura es lo mismo que la hermosura escondida en el Crucificado, y la fortaleza/consuelo escondida en el Eucaristía y la suavidad luminosa que cautiva en la contemplación. «Pues yo os digo que no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha preséntale también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto»... (Mt 5,39 ss).
«Aprended de MI… y hallaréis descanso. porque mi yugo es suave y mi carga ligera». La suavidad no se halla en razón de la carga, sino en razón del yugo. El y yo, El y tú, paso a paso hacia el Padre.
La Palabra olorosa, la Dulzura escondida, la Hermosura, ¿quién es sino Jesús mismo? La mirada sobre Jesús lleva a la compasión hacia los demás. «Padre, perdónalos que no saben lo que hacen» (Lc 23,34), y lleva el amor apasionado que se aquieta en la paz.
Conocerás que el Espíritu del Señor actúa en ti, si lo amargo se te va transformando en dulzura de alma y cuerpo.
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