LOS FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO. 8.- FE
FE, MIRAR TODO CON LOS OJOS DE DIOS
Mª Ángeles Gª DE ENTERRÍAEl momento sacramental del bautismo es el instante en que el hombre entra en relación con Dios de un modo cualitativamente nuevo precisamente por el Espíritu Santo, causa de una nueva generación (cf. Jn 3,5-8). San Pablo desarrolla esta presencia del Espíritu Santo como constitutiva de la novedad antropológica cuyo fundamento puede ser simplemente la fe (cf. Gál 3,2). Este don del Espíritu del Hijo, que él y el Padre envían de modo libérrimo al hombre, viene a definir por dentro al bautizado que empieza a conocer a Dios como Padre. Y «como prueba de que sois hijos, Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama ¡Abba, Padre!» (Rom 8,15).
Este don entra a definir por dentro, desde la raíz más profunda, al bautizado.
Cuando Pablo dice «en nuestros corazones», está afirmando la radicalidad del cambio: es la «nueva criatura», desde la profundidad personal del hombre, que transforma sus raíces más secretas. El cristiano es así «templo del Espíritu» (1 Cor 6,19; 3,16) que «habita» y «mora» en el cristiano; e identificado con Cristo por el desarrollo de la «gracia de las virtudes y dones» —gracia santificante recibida con el Don por excelencia en ese momento del bautismo— es «transformado en su misma imagen, bajo el influjo del Espíritu del Señor» (2 Cor 3.18).
El hombre es –he aquí el asombro– sumergido en el mismo misterio trinitario: y esto precisamente por obra del Espíritu. El hombre recibe «nuevas capacidades» en su alma, en la inteligencia y en la voluntad, reacciona con el grito de respuesta «Abba Padre» y se zambulle mediante las virtudes teologales (fe, esperanza, amor) en el torbellino de las relaciones intratrinitarias... Son realidades grandiosas que poseemos, porque nos han sido dadas, y que difícilmente podemos aprehender con nuestra razón.
Por la Escritura solo podemos atisbar de lejos qué es la fe. La fe primero como virtud teologal que tiene a Dios mismo por objeto directo e inmediato, que llega a conocer a Dios en su misterio insondable de amor, a las criaturas como procedentes y dependientes de este hontanar del ser y del vivir, del amor y del poder, de la grandeza y de la belleza siempre presentes y siempre infinitas.
Por la virtud de la fe podemos pronto conocer a Dios como Creador, como Padre, como Redentor, como rehabilitador, como Amor, como perdón, como ternura... Y va resultando adecuada la adopción de una actitud de confianza y de abandono, y también de obediencia. La raíz de la fe indica estabilidad y seguridad derivadas del apoyo en otro. Fe entonces es entregarse en manos de Dios, la aceptación de su palabra. Es una aptitud y actitud compleja de reverencia, asombro, confianza, obediencia.
Más tarde, cuando la efusión del Espíritu, por el sacramento de la Confirmación o de otras nuevas efusiones, plenifica nuestra vida teologal recibida en el Bautismo, el alma empieza a desarrollar el dinamismo de la gracia de un modo connatural, coherente, adecuado, «al modo divino». Es la vida teologal que tiene a Dios mismo como objeto y fin vivida en una «atmósfera» divina, dada, derramada, otorgada, recibida... El cristiano es como llevado, dirigido por el Espíritu.
Este es el don de la fe, don del Espíritu Santo: es tan viva su creencia, su confianza en el Señor, que diríase es como transportado casi a una visión constante, en la antesala de la visión beatífica. Los grandes testigos de la fe, místicos o mártires, viven este don de un modo excelente (en conjunción con otros dones). La vida activa de entrega a los demás informada por la fe es también teologal y martirial, como la de tantos santos de la caridad hacia los más miserables, porque identifican a estos desheredados con Jesús.
Los actos que se derivan del ejercicio de este don de la fe son el fruto de la fe. Es la consecuencia de la vida donal, «Cosecha del Espíritu Santo», como llama L. Cerfaux a los frutos comentando a san Pablo en Gal 5,22.
La fe, como todas las virtudes y dones, es algo dinámico. Al soplo del Espíritu la fe conduce a obras prodigiosas. Si por la virtud de la fe nuestra inteligencia rompe nuestros límites razonables para desbordarse de un modo ilimitado, «al modo divino», hasta alcanzar lo naturalmente inalcanzable, por el don la fe produce frutos de un dinamismo sorprendente.
Si tenéis fe, aunque sea como esta semilla de mostaza —dijo Jesús— podéis trasladar las montañas (cf. Mt 21,21-22; Mc 11,20-24). Y añadió: «Os aseguro que el que cree en mí, hará también las obras que yo hago, e incluso mayores» (Jn 14, 12-14).
En la 1.ª carta a Timoteo 6-11, san Pablo dice: «tú, hombre de Dios... practica la justicia, la piedad, la fe, la caridad, la mansedumbre. Mantente firme en el noble combate de la fe, conquista la vida eterna para la cual has sido llamado». Viene a decir: déjate guiar por el viento y por el fuego del Espíritu, pues la fe es estimulante, fermentadora. Ya no es sólo un mandamiento externo, es un principio interior que impulsará a hacer maravillas.
En el ministerio de sanación hay que correr el riesgo de la fe y fiarse en la voluntad de Dios, movido sólo por un impulso interior del Espíritu. Y este impulso de la fe puede recibirlo el que ejerce el ministerio para orar mandando, «No tengo plata ni oro; pero lo que tengo te doy: en nombre de Jesucristo Nazareno, ponte a andar» (Hch 3,6-8), o bien el enfermo para creer que él se ha curado, a pesar de los síntomas que aún puedan permanecer. Esta obediencia a la fe, a cierto impulso interno puede ser la condición de su curación. Y esta fe así ejercida es, sin duda, además de un don, un fruto del Espíritu.
Por el don de la fe los místicos experimentan una percepción aguda del misterio de la Redención y es la fe la que suscita los apóstoles y evangelizadores con el sentimiento y convicción de ser colaboradores e instrumentos de Dios para la extensión del Reino.
Es la fe la que fundamenta y dirige la obediencia, la confianza, el abandono. Por ella se contempla no sólo a Dios sino a todas las cosas (la creación entera) en Él.
Éstos son los frutos de la fe que vienen a ser como operaciones del alma deificada por la gracia y elevada en sus potencias —inteligencia, sobre todo— por las virtudes teologales, plenificadas por los dones.
Comentarios
Publicar un comentario